sábado, marzo 27, 2010

Sucesos extraños (II)



A veces, las cosas más extrañas suceden en el momento más inesperado y de la forma más impredecible que uno puede concebir. Por eso, cuando pensé que aquel día estaba siendo raro, lo dije sin darme cuenta de lo que realmente podía llegar a pasar… algo que comprendí mucho después. Después incluso… del accidente.

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 Conduzco con la radio apagada hacia el trabajo. Tuerzo a la derecha y, tras pasar una manzana, empiezo a bordear el río. Delante veo el puente. Me dispongo a cambiar de carril para desviarme hacia él… y, entonces, recuerdo las noticias. La presentadora. Las imágenes del puente. Los… “sucesos extraños”.

Por un momento me siento desconcertado. Miro por el retrovisor para asegurarme de que no tengo detrás ningún coche y freno un poco, el tiempo suficiente para respirar hondo, ubicarme en el tiempo y el espacio y seguir mi marcha. 

Por si acaso, será mejor no tomar el puente.

Decido pasarlo de largo y tomar el paso levadizo que hay unas manzanas más adelante. Avanzo hasta llegar a un semáforo que me obliga a detenerme. Dejo el codo apoyado en la ventanilla bajada y miro hacia los lados. No hay ningún peatón a la vista. Genial, un tiempo valiosísimo malgastado; suspiro y tamborileo con los dedos sobre el volante mientras me acomodo en el asiento, odiando los semáforos. Resisto el impulso de consultar la hora en mi reloj de pulsera a sabiendas de que, si voy con el tiempo justo, me voy a poner más nervioso aún y no quiero desquiciarme por un semáforo.

            Y es entonces, en ese momento de enfado y contemplación del foco rojo intenso cuando, de repente, aparece el coche verde por la bocacalle de la derecha a toda velocidad… y choca contra la farola de la esquina.

            El impacto es tremendo: la parte delantera del vehículo queda totalmente empotrada contra el mástil de hierro, que se desencaja parcialmente del suelo y se queda inclinado. El parabrisas, debido al impacto, se fractura en mil y una fisuras dispuestas como una tela de araña, cuyo centro lo marca una especie de bolsa que ha salido propulsada desde el interior de la cabina. Hilos de humo gris claro emergen del capó.

            Inmediatamente salgo del coche y me acerco corriendo al coche verde. Percibo movimiento en el asiento del conductor y, sin pensarlo dos veces, abro la puerta y miro el interior de la cabina. Mis ojos enfocan a una mujer treintañera de pelo largo y negro que, nerviosa, intenta soltar la hebilla del cinturón con ambas manos. Parece ilesa.

            -Ayúdeme, por favor… El periódico, por favor, ayúdeme –dice mientras intenta desabrocharse sin éxito.

            -Cálmese, por favor, señora, cálmese. Deje que la ayude –digo inclinándome hacia ella.

            Mis manos se ven obligadas a apartar las suyas antes de poder manipular la hebilla. Le quito el cinturón, la agarro del brazo y la ayudo a salir del automóvil. Al sacarla puedo, al fin, verle la cara: no tiene rasguños ni arañazos, y aún no ha emitido ningún gemido o ha hecho gesto alguno de molestia de dolor. Pero me llama la atención su mirada: los ojos, de color marrón claro, miran nerviosos en todas direcciones.

            -¿Se encuentra bien? ¿Se ha golpeado en algún sitio?

            Ella me mira de repente, antes de fijar su atención en algún punto a mi derecha.

            -El… El periódico, no lo tengo…

            Voy a llegar tarde al trabajo.

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            “El viento soplaba en el puente. Y grandes hojas algo arrugadas lo recorrían de orilla a orilla.”

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