jueves, marzo 13, 2014

Hice lo que pude...

Hablé con un niño que tenía miedo, que no podía dejar de llorar y que arañaba mis manos mientras su voz ronca y quebrada balbuceaba incongruencias sobre monstruos que se vestían con la cara de su padre y le acariciaban pliegues secretos de su piel.

El niño tardó cuatro horas y veintisiete minutos en calmarse. Para entonces estaba tan cansado que no le quedaban fuerzas para nada. Sus brazos ya no me odiaban; podía sentir cómo me rodeaban, intentando asirme con fuerza, con miedo a que me escapase y le abandonase a su suerte en medio de aquel vertedero de soledad y familiares grises que no podían oírle porque la vergüenza les había cosido las orejas.

Su voz dormía, pero sus sueños gemían pusilánimes en los oídos de mi alma. Como una ventana mal cerrada por la que se cuela una corriente imperceptible, como el gimoteo de un perrito recién nacido, me susurró: "todo esto es culpa tuya".

Y yo no tuve valor para discutírselo. Acomodé al pequeño sobre mi pecho para que aprovechase el poco tiempo de descanso que le podía conceder, con delicadeza y cuidado para no alborotarlo. Le aparté el pelo, negro y muy largo, de la cara y se lo acaricié pausadamente. Con la mano libre me estiré una costura de la camiseta hasta rasgarla y arranqué un pedazo de tela negra, el cual humedecí con saliva para limpiarme la sangre de los arañazos.

Lloré cuando sus padres nos encontraron. Lloré cuando leí sus caras: la de la madre, sufridora y temerosa, que me agradeció los cuidados con un temblor del labio inferior; la del padre, inexpresiva, a quien yo mismo pude verle las zarpas y el vello monstruoso que asomaban por debajo de la careta.