miércoles, enero 28, 2015

Claustrofobia agorafóbica

Tengo esta pesadilla que es recurrente y peligrosa. Estoy en una habitación pequeña, cuadrada... No, no cuadrada, sino cúbica, eso es: cúbica, diminuta y vacía porque dentro sólo estoy yo, yo solo, sin ti.

Y es muy horrible estar ahí dentro sin ti.

No tiene puertas ni ventanas ni lámparas de cualquier clase. No se puede entrar ni salir y no puedo ver nada. No oigo nada al otro lado de las frías paredes. Nada, absolutamente nada.

Y entonces, presa del aburrimiento, pienso en algo que pueda entretenerme, algo con lo que matar el tiempo. Escucho un sonido sutil, agudo, puntiagudo, como un minúsculo cricrí de grillo; percibo a mi espalda una luz tenue, insignificante, como la llama de una vela o el velo danzante de un mechero Zippo. Y me giro para descubrir que en el suelo, a mis pies, titila una pieza de puzzle.

Me arrodillo y acerco la cara al suelo hasta que mi nariz casi roza el pedacito de cartón. Su silueta me resulta acogedora y familiar, con sus cuatro lados rectos, dos con un hueco en el centro y dos con una pequeña protuberancia bulbosa. También me resulta reconocible la imagen plasmada sobre la pieza: un fondo blanco, sin detalle alguno, con la palabra "no" escrita en minúsculas. Dudo sobre su significado y pienso en un mensaje incompleto, un poema, una canción; textos inacabados encerrados en piezas exclusivas para mí.

Suena otro cricrí por detrás. "Otra pieza", pienso con discreto entusiasmo, el mismo que logra apaciguar por un instante la opresión que siento en el pecho y relaja todo mi cuerpo por un breve lapso de tiempo en segundos de paz.

Pero al volverme y ver la pieza deseo no tener ojos, deseo volver a la oscuridad ciega y muda y estática. Porque la nueva pieza también es blanca y brilla y tiene un "no" minúsculo, en minúsculas, en el centro, en el blanco inalterado, en una silueta de contornos curvos, orgánicos, aleatorios. Tengo otra pieza, pero tengo dos puzzles.

Y suena una noche de verano en un campo lleno de grillos, y brotan las luces de mis macabras Vegas, y giro sobre mí intentando cazar la mano que lanza las piezas. Y no lo consigo. Tres, cinco, ocho, trece, veintiuna, treinta y cuatro, cincuenta y cinco. Ochenta y nueve pequeños "no" con sus mismos fondos blancos y sus totalmente dispares cuerpos de cartón rígido.

Los grillos nunca habían cantado tan fuerte. Mi cabeza se está embotando. Aparto las piezas con torpes patadas, arrastrando los pies descalzos para peinar el suelo y alejar de mí el terrorífico mosaico de puntos luminosos. Todo en vano: el verano parece no acabar nunca y eso bien lo saben mis grillos, que cantan y chasquean y percutan con sus pedacitos de celulosa prensada.

Al cabo de un rato mi respiración se vuelve muy agitada, cada vez más a medida que las piezas se amontonan sobre el suelo y ya me cubren los pies hasta los talones. La luz que despiden alumbra pero también calienta, con un calor nacido de la incandescencia de los miles de "no" que empiezan a quemarme la piel.

La habitación empieza a crecer en altura. El techo se aleja de mí y, en medio del ensordecedor estruendo de centenares de insectos cantores, las piezas de puzzle se agolpan y me cubren sin piedad. Grito y me agito y doy manotazos y puñetazos. Pero el color blanco es la suma de todos colores y el silencio de su respuesta es la suma de todas mis preguntas.

Muero dentro de una habitación altísima, infinita y llena de las piezas perdidas de todos tus puzzles. Y quiero llorar de terror porque estoy encerrado dentro y no te las puedo dar.