lunes, junio 30, 2008

Historias de un hombre (XII)

Amanece. Ella aún no ha despertado, pero él ya está de pie, frente a la ventana del dormitorio, observando la salida del sol –o lo que se puede apreciar por una esquina del callejón al que da la ventana- a través de ella. Al cabo de un rato dejándose llevar por la creciente luz anaranjada y la banda sonora de los primeros vehículos que circulan inmersos ya en la ajetreada rutina de la ciudad, no puede evitar mirar hacia atrás para ver cómo, aún en la cama, ella descansa apaciblemente, con el pecho subiendo y bajando pausadamente aún debido al sueño profundo. Duerme en posición fetal sin llegar a encogerse completamente, con las sábanas revueltas que le dejan los pies descubiertos. Sonríe mientras duerme.

Por un momento, él se pone a pensar en lo mucho que ha cambiado en apenas tres días. Su actitud depresiva y pesimista frente a la vida parece quedar atrapada en las redes borrosas del pasado incierto e irrelevante, todo lo malo de su anterior vida parece banal comparado con el cúmulo de sensaciones que lo invaden ahora, todo lo bueno de entonces se suma a lo bueno del presente… No podía haber forma mejor de hacer borrón y cuenta nueva.

Finalmente decide esperar a que ella se despierte; le sonríe y le da los buenos días con un tierno y lento beso en la boca, que se prolonga durante un minuto. Poco después, ella se viste y prepara café mientras él se ducha y se viste. Después de tomar el desayuno juntos, se despiden nuevamente con un beso en la puerta del piso y ella se va al trabajo mientras que él se queda en casa haciendo la cama y recogiendo las llaves antes de ir a la ferretería.

Sam ya está allí cuando llega, pero no le dice nada por llegar tarde; diez minutos no son nada para Sam. Nada en absoluto. La mañana transcurre con normalidad hasta que llega la hora de volver a casa para comer. En vez de eso, él se acerca a una cabina telefónica y, con unas cuantas monedas del dinero que le sobra de la cena y los dólares sueltos llama a un número de teléfono. Una voz de mujer contesta después de dos tonos de marcado.

-Sí, ¿quién es?

-Hola, soy yo.

-Vaya…- dice ella sin demasiado entusiasmo.

Él se queda callado durante unos segundos. Cuando ve que el saldo disponible baja de nuevo, se decide a seguir hablando.

-Llamaba sólo para saber cómo está ella. ¿Va todo bien?

-…Sí, está perfectamente, no te preocupes. Todo va bien.

-¿Qué tal está?

-Es feliz.

Nuevamente, los dos se callan. Ella vuelve a hablar.

-Lo siento, pero tengo que irme.

-Descuida, lo entiendo.

-…Gracias por llamar. Me alegro de que te acuerdes de ella.

-La quiero mucho.

Ella no contesta. Suspira desde el otro lado de la línea y, de repente, cuelga. Él no dice nada. Simplemente sonríe. Las cosas han ido mejor que la última vez. Finalmente, sale de la cabina y se dirige a la estación de autobús.

-FIN-

Bueno, espero que os haya gustado mucho el relato. Muchísimas gracias a todos por seguirme durante todo este año que ha durado la publicación de las historias de este hombre y espero que sigáis leyendo mis nuevas aportaciones al blog.

Saludos.

miércoles, junio 18, 2008

Relatos y Londres

Este sábado me voy de viaje a Londres a hacer prácticas laborales. Antes del sábado (o, en su defecto, antes de fin de mes), publicaré la última parte de "Historias de un hombre". Espero que os haya gustado mucho a todos.

¡Saludos!

jueves, junio 12, 2008

Historias de un hombre (XI)

Perdón por haberos hecho esperar. Aunque pasa por 44 minutos, digamos que esta parte del relato la he publicado hoy, día 11 de junio de 2008, como "regalo de cumpleaños" para Merche, la mamá de Mª Carmen. Espero que te guste, y antes de que se acabe este mes colgaré la siguiente y última parte de "Historias de un hombre". (La entrega nº11 corresponde al mes pasado, de modo que para ponerme al día incluiré la 11 y la 12 este mismo mes en el blog).

Saludos a todos y perdón por las molestias.

Cuando eres un cuerpo desnudo que está junto a otro cuerpo en igual situación, ambos tumbados en una cama y uno encima del otro… ¿acaso importa el resto del mundo? Él no tiene espacio en su mente para otra cosa. Ella, la verdad, tampoco. Hay que dejarse llevar.

Desde la entrada del dormitorio, unos vaqueros y unos zapatos de tacón observan como ella contesta una intensa mirada con otra igual; todo se responde en el perímetro delimitado por el colchón: besos, caricias. Un gemido discreto y muy sensual desata sentimientos incontrolados del mismo modo que un fuelle gigantesco es capaz de avivar el fuego de una caldera.

Desde la cómoda donde normalmente él deja –o al menos dejaba- el dinero con el que llegar a fin de mes, una camisa de hombre ve cómo dos personas se funden en un solo ser, un ente con cuatro ojos, cuatro orejas, cuatro pies, dos bocas, dos lenguas, dos caderas, muchos dientes, muchas hormonas, mucha saliva, mucho sudor (no un sudor desagradable, sino uno que puede llegar a parecer aromatizado debido a la situación),… mucho “mucho”.

No es una ocasión para un “te quiero” digno de cualquier película romántica (preferiblemente hollywoodiense); el turno del sentimentalismo llegará dentro de varias horas, cuando el sol empiece a iluminar la habitación y uno de los dos juguetee con el pelo del otro que aún duerme. De momento sólo se aceptan los “bésame” como únicas expresiones capaz de fusionar el amor y el sexo… Y se besan, se besan con ansia, como si el mundo y a estuviera a punto de acabarse y en apenas segundos el techo fuera a derrumbarse sobre la cama, se acarician, él acaricia su cuello con la mano y luego la desliza por el pecho, marcando el camino que trazan sus dedos con los labios, por el abdomen, explayándose con el ombligo y, finalmente, con el borde elástico de la ropa interior.

Ella le ayuda, se lo pone fácil para terminar de desnudarla. Apenas unos segundos después, la ropa interior de los dos yace sobre el suelo, junto a la cama, a poca distancia de los zapatos. Él la coge por la cintura, se desliza entre sus piernas, la mira con deseo y ella lo mira y asiente; sólo entonces él da un paso más, un paso por el cual ella abre primero los ojos debido al dolor y los cierra después cuando la sensación se transforma en placer. A partir de ese momento se inicia un vaivén rítmico, lento al principio y más rápido después, cada vez más vertiginoso y acelerado, hasta el punto en que la cama empieza a resentirse y se mueve al compás de los cuerpos unidos entre las sábanas, los gemidos y la respiración entrecortada.

Y, cuando los ríos de la adrenalina y la pasión desenfrenada vuelven a su cauce, él la abraza y le apoya la cabeza contra su pecho; ella sonríe, se siente muy cómoda, protegida, querida. Ambos se duermen acariciándose con suavidad. Una suavidad que se apaga sutilmente, dejándolos en brazos de Morfeo hasta el amanecer.

Continuará...